noviembre 30, 2011

De tirones y marrones

La belleza duele horriblemente.  Es una triste realidad, que comprobé por primera vez a la  tierna edad de cinco años, cuando pedí que me hicieran unas trenzas pues iba para el desfile de la banda marcial de mi escuela.  La señora de la farmacia dijo que me las hacía, y mi mamá me llevó.  Mil tirones de pelo, trescientos ganchitos, laca, cintas, enredos, lágrimas, y el resultado final:  una niña coquetamente peinada y con lifting facial instantáneo, generado por la fuerza con que estaban atadas las trenzas. 

Esa vez, mientras me hacían las trenzas, me me repetían “el que quiere marrones aguanta tirones”, como para que no llorara. Pero yo no entendía ese refrán. Es más, ahora que lo pienso, todavía no lo comprendo. Es decir, yo sé qué significa, pero ¿cómo así que marrones? ¿Qué son los marrones? Para mí el marrón es un color (que, para qué jodemos, no le decimos marrón, sino café).  ¿Qué tiene que ver el café con los tirones?  ¡Que alguien me ilumine!


a.  Con triángulo y sin trenza    b.  Sin triángulo, con trenza y con batuta. 


En la preadolescencia, ese estadío de desarrollo tan asqueroso en la especie humano, Laura me dijo, con cara de asunto serio y grave, que tenía bigote y que era imperativo quitármelo con cera. Ahí me pusieron el genial apodo de “Luly Bossa” (por mi bozo ‘e lulo, no por cosas, digamos, ¿más chéveres?). Y me hicieron la cera.  El procedimiento es el siguiente: a uno le untan en la región mostachil una pasta espesa caliente, con un bajalenguas. Luego, encima de esa pasta, ponen un pedazo de tela. Después se espera a que se endurezca un poco esa pasta, y esos son los minutos más eternos de la vida. La tensión pre-arrancada se apodera del cuerpo, el corazón se acelera, las manos “sudan  frío”. Ahora agarran la telita y la jalan sin piedad. Sale una lágrima única por el ojo respectivo, que uno se limpia con dignidad.  Al mirarse uno en el espejo, donde antes había pelitos ahora hay piel enrojecida, pero eso sí, lampiña. 

Los 13 años no fueron mi época, definitivamente.  Muchas cejas, mucho bozo
y un buzo de Winnie Pooh. D:


Esa obsesión por la lampiñez yo no la entiendo. O más bien, no la quiero entender.  Ustedes se imaginan, si eso es la quitada del mostacho, ¿cómo será en otras regiones?  Por eso mi campaña, no muy apoyada oficialmente por amplios sectores de la sociedad, pero en silencio compartida por muchos, es la siguiente:


 Yo no estoy diciendo que la gente sea descuidada y no pode sus múltiples peludencias. A mí el bosque húmedo tropical submontano bajo no me parece chévere, (mi otra campaña es “dejemos a los hippies en 1960”), sino que, de verdad, ¿hasta qué punto es necesario autoinfligirse ese tipo de dolor?   ¿No es suficiente sufrimiento con tener que compartir país con Pirry , Voldemort y Jota Mario Valencia, y tener que oír en los buses los chistes del chichicuilote de la emisora Oxígeno, como para uno añadirle esos padecimientos tan terribles?

Acá los chicos de Negrorobot mostrándole al mundo los malos chistes del chichicuilote de Oxígeno


Pero ahí no terminan los dolores.  Después de muchas arrancadas de bigote, vi que ese no era el único vello facial que debía eliminar.  Estaba el elemento ceja.  Me faltan pocos pelos para ser de esas personas con una única ceja gigante, como Beto, de Plaza Sésamo (la gente que se las da de culta diría que son como las de Frida Kahlo).   Había que depilarlas.  Imaginémonos:  quitar,  con una pinza, pelo por pelo, hasta tratar de que cada ceja quede con la forma perfecta, esto es: gruesas hasta el punto de la intersección de la ceja con una línea que empieza en la aleta de la nariz y pasa por el iris del ojo, y en adelgazamiento progresivo de ahí hacia la terminación de la ceja.  Una vez una esteticista me dijo que qué cejas tan suculentas las mías, mientras se frotaba sus manos, y un rayo de luz diabólica hacía brillar el depilador y yo veía el fuego de la maldad arder en sus ojos de torturadora profesional.  Son esas mismas llamas las que se ven en los ojos de las manicuristas cuando uno les encomienda las manos; ellas sacan el instrumental de suplicios, e inician su doloroso procedimiento, consistente en  empujado de cutícula con objeto contundente y eliminación de cueros con instrumento cortopunzante, para el posterior esmaltado de las uñas con múltiples capas de barniz.

No sé qué me da más miedo: si ir al odontólogo o a la manicurista.


Y bueno, de vanidosa, me empecé a hacer un tratamiento dizque para reducir la grasa de la panza.  Con solo ver los nombres de esos tratamientos, me asusté, empecé a recordar un montón de cosas de la Universidad, y ahí me asusté más.

Como, según las señoritas del spa, mi peor enemigo es la grasa localizada, hay que combatirla por todos los medios posibles.  Hay un tratamiento que se llama “cavitación ultrasónica”.  Cuando yo vi hidráulica,  que una bomba cavitara era lo peor que le podía pasar: la corroía, le disminuía la capacidad y generaba mucho ruido y vibración, hasta que la dañaba del todo.  ¿Y me iba a dejar yo hacer eso en mis carnitas?  Por el Beato Mariano Eusse que no.

Otro de los métodos que me ofrecieron fue la carboxiterapia.  Me acordé de las clases de química (con un profesor que no podía pronunciar la jota y la cambiaba por efe, y lo peor era que la clase era martes – fueves).  Se me vinieron a la mente varios datos inútiles sobre el grupo carboxilo, que es el de los ácidos orgánicos.  Un ácido orgánico muy popular (?) es el ácido acético, conocido en el mundo común como vinagre.  “Me van a vinagrar la manteca”, pensé.  Pero no. Era aún peor: me iban a inyectar dióxido de carbono para “provocar que el organismo libere sustancias como la serotonina, la bradiquina, la histamina y catecolamina, sustancias que activan a su vez los receptores beta-adrenérgicos, particularmente los beta-2, los cuales estimulan la lipólisis de los tejidos adyacentes”. JHÁ! Esto tan tecnológico yo sí me lo tenía que hacer. No sé por qué no me dio tanto miedo como la ultracavitación magnetoencefálica megaturbo 2000, y decidí que me la iba a hacer.  Yo.  La persona más gallina del mundo.  La que lloraba en la fila de las vacunas.  La que le da un babiado cuando dona sangre.  Yo, yendo voluntariamente a que me chuzaran la panza y que, como si no fuera eso suficiente, me inyectaran CO2. ¿No pues que eso es un veneno?  ¿No pues que es el peor gas de efecto invernadero?  Yo tenía al CO2 como el gas del propio Satán,  aún más demoníaco que los gases de azufre. 

Me ofrecieron luego el conocido masaje reductor. No me pareció peligroso, hasta el momento en que me lo hicieron.  La señorita masajista lo agarra a uno con toda la fuerza que le dan los fríjoles de su  almuerzo, y le hunde los dedos en las carnes de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, de un lado a otro, muy rápido. Como tratando de restregar la manteca contra las costillas o los huesos u órganos internos que se encontrare, para así disolverla.  Como no es suficiente con el poder de su mano, agarra una copa  y se la pasa a uno durísimo por los pobres gordos adoloridos, y uno suda, uno sufre, uno piensa que a qué horas se le ocurrió pagar por semejante martirio.  Es real.  No exagero.  Duele endemoniadamente.  Tengo un montón de morados y me duele, y  para completar, me debo poner una faja todo el día y tomar nosécuántos litros de agua con flor de Jamaica.   


(a continuación una imagen no apta para público sensible)

(de verdad)




Uno de los múltiples morados que tengo en mi cuerpecillo por los masajes del demonio


De verdad que espero que esta vaina en la que me metí funcione, porque estos morados no serán en vano, no señor.  Espero no tener estas ideas tan geniales en el futuro. El mundo me tendrá que amar con mi feura natural, con mi celulitis, mis estrías, mis carnes, mis adiposidades y mis imperfecciones cutáneas. No me gustan ese montón de técnicas de photoshopeo que existen, porque son caras y duelen.  No sé, el dolor de los tirones lo hace dudar a uno si de verdad quiere tanto los marrones.  Y yo lo que pienso todos los días de mi vida, es que yo no vine a este mundo a sufrir.  

noviembre 02, 2011

Gutapercha y Cavitrón

Gutapercha y Cavitrón

A  Ximena, Gustavo, Clarita y Pilar.

Mis papás son odontólogos.  Mi tía es odontóloga. La mamá de mi prima es odontóloga.  Todos de la bendita, alabada y adorada Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Colombia.  Siempre he estado rodeada de conos de gutapercha, piezas de mano y vasos Dappen. No es fácil vivir así. No lo es. 

Desde que tengo memoria, llegaban a mi casa las revistas con las portadas más terroríficas del universo: bocas putrefactas, dientes en caos absoluto, gente mueca por brotes inmundos, purulentos y espantosos. Al frente del baño, que siempre se deja abierto en casa por cuestiones de claustrofobia, están, sempiternos, los libros de Patología Oral , Cirugía Bucomaxilofacial y Placa Neuromiorrelajante.  Yo creo que no hay nada menos neuromiorrelajante que ver esos libros tan miedosos ahí, siempre.

Estos son los vasos Dappen. Y no, no son para servir shots.


Cuando era pequeña, los cuadernos de mis Barbies eran los taquitos de papel que se usan para preparar la resina.  Desde mi tierna infancia, las tuerquitas de mis aretes eran los tapones plásticos de las cárpulas de anestesia. Hipoalergénicos. Genial esa idea de mi mamá: desde esa época, ella incursionó en el mundo del reciclaje y la reutilización.  Los aretes pequeños, con su tuerquita de anestesia, se guardaban en los tarritos de vidrio de los conos de gutapercha.  Así estaban bien separados y clasificados. 

Los tarritos de los conos de gutapercha me han cautivado toda la vida.


A veces me estaba bañando tranquilamente, con agua bien caliente; cuando de pronto, sonaba algo raro, un chorro helado salía de la ducha y me congelaba del occipucio al sacro, pasando por el trapecio, y por allá gritaba mi papá “perdón, se saltaron los tacos, fue que prendí el compresor”.  Yo creo que por haber estado toda la vida oyendo el endemoniado sonido del compresor y de la fresa, tengo la hermosa facultad de dormirme en cualquier parte, con cualquier cantidad de bulla ambiental. 

Llegó 1993 y con ella la famosa Ley 100 de don Voldemort.  Crisis en el país, crisis en mi casa. El consultorio particular empezó a morir desde ese día, y ya tocaba ayudarle a mi mamá a llenar papeles y facturas y papelitos del consultorio del hospital, porque el tiempo no le alcanzaba: o atendía los dos mil pacientes que le exigían o llenaba los dos mil papeles que tenía que entregar.  La ley esa jodió a mis papás y a los profesionales de la salud en general, con los hermosos resultados que vemos ahora. 

Crecí un poquito más, y lo que se veía venir desde el principio se volvió realidad: había que ponerle brackets a la niña.  Imperdonable, la hija de los odontólogos con esa maloclusión.  Y claro, antes de ponerme los brackets el querido ortodoncista anunció que debían sacarme cuatro muelas.  Si ese hecho, por sí solo, ya es terrible, imagínense que el encargado de llevar a cabo esa espantosa sentencia sea su propia progenitora.  Devastador. Trágico.  Todavía tengo pesadillas con aquel funesto día en que me le arrodillaba a mi mamá, llorando, en la silla, que por favor no, que por favorcito no me las sacara.  No tuvo piedad.  Ahí se fueron mis cuatro cuatros (los dientes se reconocen por números:  la boca se divide en cuadrantes, como el plano cartesiano, y se empiezan a enumerar los dientes de adelante hacia atrás de la boca, así). En realidad el problema no es de ella, el problema es mío por ser tan miedosa y mala paciente.



Yo nunca quise estudiar odontología.  Siempre me pareció asqueroso eso de tener que meterle los dedos en la boca a la gente. Pero, oh ironías de la vida: terminé estudiando una carrera aún más asquerosa que esa, y heme aquí, toda una ingeniera sanitaria, que trabaja con lo que ustedes descomen.  Pero creo que, en realidad, por lo que nunca quise embarcarme en las lides dentisteriles, es que, y de eso estoy convencida, para ser odontólogo hay que tener alma de asesino en serie  y cierto gusto por la tortura (igual sucede con las manicuristas). A mí que no me digan que es normal que a uno le guste agarrar a la gente, acostarla en una silla, meterle chuzos en la boca, fresarle las muelas hasta llegar al nervio, y luego con un aparatico, echarle aire y agua al nervio ahí destapado. Ese instrumental tan miedoso, expuesto en la mesita, acabado de sacar del autoclave, y uno indefenso, acostado, con la boca abierta, con una lámpara que lo encandila y con el alma enferma de tanto padecer a causa del elevador y el tiranervios, solo pueden ser elementos para una película de terror. 

La prueba del delito!
Antes los acompañaba a los almacenes dentales a comprar sus multiproductos para arreglar dientes.  Ya no. Ya me mandan sola.  Me dicen por teléfono “y que no se te olviden los núcleos, el dycal y el acrílico autopolimerizante”.  Y lo peor es que yo ya sé qué es todo eso y en qué parte es mejor comprarlo. 

En estos días, mi mamá, tan bella ella, me dijo, sonriente:  vamos a probar en ti el Cavitrón.   Efectivamente, fue lo que pensé: el Cavitrón es el Transformer de la Higiene Dental.  Es un chucito que vibra, y con esas ondas le quita a uno la mugre ultrapegada de los dientes. Paulita, la higienista, me tuvo como una hora a punta de Cavitrón, exorcizando mis pobres dientes de la placa bacteriana, que para ellos (y para mis papás) es el mismo demonio.

En fin, a pesar de tenerle tanto miedo a las citas odontológicas y tanto fastidio a tan digna labor, tengo que agradecerle infinitamente por ser la patrocinadora de mi vida (eso sonó muy poético, qué vaina).  Le debo mi supervivencia a las asquerosidades internas de la gente: antes, por mis papás; ahora, por mi trabajo. Las historias que cuentan ellos de sus pacientes son tan insólitas y variopintas como las cosas que se encuentra uno en los caños de aguas negras de la ciudad.  Lo que nunca tendré, y me parece muy bonito, son las muestras de agradecimiento de la gente hacia mi mamá o las formas de pago tan extrañas que acuerda mi papá: a la casa han llegado bultos de papa, de naranja, de granadilla, de yuca y hasta oro así, en barritas como pago de una obturación o de una prótesis.

Pero lo más genial de tener dos papás odontólogos es que no reconocen a la gente por el nombre, o por donde viven, sino por sus peculiaridades dentarias.  Así, no es doña Graciela, la señora de la casita azul de la vuelta de la casa, sino “la señora del problema aquel en la extracción de los ochos”, ni Carolina, la compañera de la universidad, sino “tu amiga, la morenita, la del problemita de fluorosis en los incisivos”.
Yo creo que yo no soy la hija de ellos sino "la niña esta que vivía con nosotros y que tiene esa terrible maloclusión".  Lo bueno es que, a pesar de eso, me aman.  






noviembre 01, 2011

Talento humano

Esta es la primera colaboración a mi blog, por el buenazo de Norman.  Y dice así:



“Es administrador de empresas” dijo Johana la otra vez en el almuerzo. Fue de esas situaciones en las que al empleador le da por hacernos sentir mejor llevándonos a algún sitio a dónde él va casi todos los días a comer. En ese día escuché decirle eso a sus dos amigas sin esforzarme por el chisme mientras cortaban pedazos pequeñitos de carne y los dejaban al lado de la ensalada. Ellas ponían mucha atención y yo me daba cuenta como volteaba los ojos describiendo las características que le gustan del tipo. Johana es delgada, con una cara redonda que esconde detrás de incontables combinaciones de sombras y rubores, caros, eso sí, y una nariz chata y gordita que trata de disimular con otras cosas en su vestuario. Es bonita porque se lo propone: entre sus iluminaciones en el cabello y la alisada del mismo como los pantalones ajustados siempre y la blusa que deja ver el volumen de sus tetas sin usar escote para no decepcionar a la gente, porque el engaño, la ilusión hay que saber administrarla.

Mauricio tiene una mirada que parece le hubieran heredado los zorros y, como ellos, la nariz puntiaguda y la picardía que hace reír mucho a las mujeres. A veces se pasa y divaga sobre el sabor de las areolas de María frente a ella, o comenta el tamaño de sus genitales cuando ve a  alguna mujer que considere accesible, lo que en su mente es un grupo bastante grande de gente. Casi todo el piso. Mauricio habla la mayoría del tiempo de fútbol y escucha siempre regaeton. Trata de hacerme conversación con la alineación de cualquier equipo que no tengo en la cabeza y luego celebra como suyos los goles que canta la radio. El puño en alto, la sonrisa que tiene como tatuada en la cara, la soberbia que irradia sin tener que mediar palabras.

Hace unos días comenzaron a hablar, por un amigo en común que no es tanto amigo sino conocido por el trato y por los niveles de socialización de nuestras áreas, solamente un cargo ejecutivo que puede cumplir cualquier persona a la que, ahora, le exigen también ser agradable y afable para dejarse tratar. Daniel los relacionó y desde ese día Mauricio trata de hablar con ella aplicando las tácticas que le ha enseñado la vida para desvestir mujeres ignorando, tal vez, que lo mejor no es quitar la ropa sino saberlo hacer.

Mauricio, Mao, como le dice ella luego de una semana, la hace reír y le toma la cintura cuando la saluda con un beso marcándolo fuertemente en sus mejillas donde luego se ve el daño que hace tanta fuerza a la armadura que Johanna se aplica pacientemente por la mañana y que luego, a medio día, va al baño a renovar. La mano suya, la de él, siempre busca las de ella cuando habla, y cuando caminan juntos la posa en ese límite de  la cadera con la nalga que va borrando con la punta de los dedos. Johana, decente, querida, le quita suavemente la mano de su cintura cogiéndolo de la chaqueta con dos dedos, como quién retira un trapo húmedo  mientras él abre la mano pensando si agarrarle el culo o metérsela en su propio bolsillo. Da unos pasos con la duda en el aire sin que ella se lo imagine.

La otra vez, en el almuerzo, Mauricio le decía a Daniel que la tenía “de un pelo”. Que “ya casi, eso toca es con mañita porque es toda refinada” y se reían como si los zorros y las hienas fueran grandes amigos.  Mauricio no es administrador de empresas, pero no se lo han dicho.