marzo 21, 2013

Coincidencias

Los caminos de la vida
no son como yo pensaba,
como los imaginaba,
no son como yo creía.
(Geles, O. 1993)

A mí me causan especial fascinación las coincidencias.  Unos tratan de darles explicaciones bastante new age, diciendo que son fruto de fuerzas desconocidas del universo, y que traen consigo mensajes que se escapan a nuestra comprensión.  Otros hablan de Schopenhauer y de Jung, de las sincronías, de la causalidad y la acausalidad (yo no puedo hablar de eso, porque para hablar de algo hay que haber leído más de lo que aparece en Wikipedia).  Y bueno, otros tratan de quitarle al asunto todo misterio o fantasía con teoría de azar, de la probabilidad, y un montón de teorías horribles que me recuerdan la tesis que no estoy haciendo por andar en la tortuosa, culposa y deliciosa senda de la procrastinación.

Siempre que pienso en el asunto de las coincidencias, se me viene a la mente don Auguste Dupin en Los crímenes de la calle Morgue, en el momento en que parece adivinarle el pensamiento al amigo.  Luego le explica que no fue una coincidencia, sino que estuvo observándolo detenidamente, tratando de seguir el hilo de sus pensamientos, y así le enseñó su manera de desentrañar misterios.  De ese cuento me gusta esa manera tan sobradita de mostrarle su inteligencia al amigo y esa manera tan sobradita de renegar del ajedrez. Pero lo que más me gusta es, claramente, ver todo lo que hay detrás del instante en que Dupin le dijo al amigo exactamente lo que estaba pensando.   Que no fue un asunto fortuito.  Y pienso que mi encanto especial con esa historia debe provenir de mi fascinación hacia las señales de la vida.


Yo creo que muchas de las cosas que me pasan, no salieron del azar, de la nada.  Que sea el karma, Jesucristo, el destino, o simplemente expresiones de la sábana, no importa. Pero me encanta cuando algo llega a mi vida y yo tengo esa sensación en alguna parte de que era algo que efectivamente debía pasar, que yo debía vivir eso.  Es como cuando estoy apoyando el capitalismo  y el consumismo mirando vitrinas,  y de pronto veo un vestido hermoso en mi talla, que no es tan usual, y siento esa pulsión de comprarlo. Es como cuando conozco a alguien con mi misma malditez capilar, mi mismo amor por las Nervocalm ®, gotas y grageas, mi misma sobradez y visajez, e incluso mis mismas cicatrices en regiones ocultas para Ra,  y siento esa pulsión de entregarle mi corazón.


El amor eterno es bonito, así dure entre tres y diez meses.

A esas coincidencias/señales de la vida, es muy fácil hacerles caso, y ponerles un halo de misterio todo chévere que las hace irresistibles de seguir, de incorporar al alma de uno. Y bueno, a veces lo llevan a caminos en que uno no quería estar. Caminos de la vida que son muy difícil (sic) de andarlos, difícil (sic) de caminarlos, y ahí va uno, con su costalado de fuerza, vainas chéveres, ojalás, tristezas y alegrías, tratando de encontrar la salida.




marzo 09, 2013

Dígame

Dígame, dígame de verdad yo cómo voy a hacer para dormir, si usted, bajo mis siete colchones, me dejó un guisante del tamaño de Eurasia.

No puedo patalear ahora, porque el propio Bernardo Sombrosa, muy a tiempo, me lo advirtió.  Crudamente, como es su estilo.  Crudamente y con su sombrero gris de ala cortita, como es su estilo. Me lo dijo en mi cara y por teléfono.  Y es que no hacen ya zapatillas de cristal. Y el rescate de altas torres mediante largas cabelleras, no cumple la resolución 1409 de 2012.Y los enanos se dedicaron al toreo y a rescatar pitbulls, lo que disminuye ostensiblemente la probabilidad de que construyan una urna llena de místico perfume para resguardarlo a uno mientras reposa, inconsciente, por intoxicación involuntaria.

Pero sí me dijo, clarito como el cristal de las zapatillas que ya no hacen, que mirara qué iba a hacer cuando la nada empezara a tratar de asesinarme de a poquitos.  Que yo, la Emperatriz, no me podía dejar morir.

marzo 03, 2013

Diez

Mientras más veo el mundo, mientras más hombres encuentro,
mientras más libros leo y mientras más preguntas respondo,
vuelvo con una convicción más profunda a los lugares donde nací
y donde jugué en mi infancia; cierro mi círculo como un pájaro 
que retorna a su nido. Tal es para mí el fin de todo viaje y sobre todo
el del más grande: la vuelta al hogar.
Chesterton, GK.


Fue un lunes en un bus de Expreso Sideral.  

Estaba tristísima, porque había pasado el fin de semana en casa de mis papás y debía regresar a Medellín, a la U, a esa caminada hasta el metro que me daba un desasosiego espantoso todos los días, a esa sensación de vacío infinito y de despertarse como colgado de la nada, para nada, sin sentido de nada. Esa sí era la desazón suprema (y no la de ese viejo reneguetas Fernando Vallejo).  Y de pronto pasó por la carretera Santiago Botero con un maillot fucsia, seguramente del Telekom.  Me dio una alegría pequeña y reconfortante.  No sé bien por qué fue, pero creo que tuvo que ver con algo que siempre he hecho, que es buscar como confirmaciones de mis asuntos en cosas pequeñas que veo o que me pasan. Coincidencias. Señales de la vida. Como sea.

Llegué, me bajé del bus en la estación Itagüí, me comí un pandebono en esas caseticas que hay debajo del metro por Mayorca, y me fui directo para la U porque tenía justo el tiempo para entrar al primer laboratorio de ese semestre.  Luego regresé temprano a la casa, prendí el radio, y sin dudarlo ni un momento, empecé a empacar todas mis cosas.  Solamente tenía unas bolsas transparentes y ahí fui poniendo todo.  Libros. Los patines. Un tiburón de plástico, rojo.  Mi ropa gigante y horrible de quien trata de esconder un embarnecimiento súbito.  Fotos.  Las ediciones de la revista de la Facultad en que aparecía mi nombre (como auxiliar, claramente). La Biología de Villée, junto con el Álgebra Lineal de Grossman y otras degeneraciones usuales que solamente publica McGraw-Hill.  Me sentía feliz, fuerte, tranquila. Yo creo que fue igual a cuando mi mamá, de pequeña, cuando estaba en el internado, esperó a mi abuela y a mi tío, que iban a visitarla ese fin de semana, con su colchoncito enrollado afuera, "porque no voy a volver donde esas monjas locas que lo hacen bañarse a uno con agua congelada en este frío a las cinco y media de la mañana".

Me recibieron unos días donde Patri, que vivía en la casa de Mon y Velarde con Echeverry.  Mi papá estaba un poco bravo conmigo, pero igual se vino para Medellín y entre los dos escogimos el piso para la casa nueva.  Perfecta para el camuflaje de la mugre, "porque yo no voy a barrer diario, papá, tú sabes que no".

Y listo.  Con mis bolsas transparentes, la neverita pequeña que me prestó Patri, una cama que me trajo mi papá, llegué a habitar esta casa.  La casa.  La de los tres. La casita, la covacha.  Es pequeña. Los acabados son feos.  Los muebles son de supermercado, menos el del comedor, que es herencia del vecino ruso de mi mamá.  Pero le entra un viento delicioso, especialmente por la ventana de mi habitación. Del balcón, puede uno, como pasatiempo, buscar las letras de Coltejer, que ya se camuflan entre las casas de Llanaditas.  De la otra ventana se ve el recorrido extremo de los Coonatra por Girardot.

Es una casa buena.  Amo que se note que acá vive gente, porque si hay algo que  deteste en el mundo son esas casas asépticas, que parecen apartamentos modelo, bonitas pero sin esa marca de la gente, casas que bien pudieran estar en cualquier parte o ser de cualquier persona. Es que ese es el asunto. Yo creo que quiero tanto esta casa porque pienso que se parece a mí.  Dos libros visajosos, maricadas de plástico, desorden, adornitos lindos, mañesadas, y residuos de mirella perennes en las juntas de las baldosas.  Tranquilidad.  Y adoro esa sensación de familiaridad que me da, de estar donde se debe estar, que es tan reconfortante.  Pensé en abandonarla hace poco, por otras fuentes de esa agradable y amorosa sensación. Pero la vida actúa de maneras misteriosas, que generalmente nos demoramos en comprender (si es que alguna vez lo hacemos) y por eso continúo acá, con las mismas imperfecciones y vainas chéveres de esta casa.  Quién diría que ya llevo diez años acá. Todo empezó el tres de marzo de 2003. 3-3-3. Fue eso, fue otra señal de la vida. Decidido. Libre como el viento y feliz.