diciembre 28, 2013

Quince

A Ximena y Gustavo
por ser los mejores papás de la vida
y a la tía Olga por el regalo tan genial que me dio.


La mejor fiesta de quince del mundo fue la mía.  

Tenía una camisa de cuadros rojos y blancos, de una tela licrada, espantosa.  Estaba estrenando un bluyín comprado en la tienda más prestante de la municipalidad: Stop  (acá paro un momento para decir lo que siempre se dice cuando se habla de los bluyines de Stop:  "como horman de bonito").  Los zapatos eran unos zuecos negros que yo creo que no han podido dejar de existir.  Fui a la peluquería en compañía de mi señorita mamá, y Memín, el estilista, mientras me peinaba, me mostraba un álbum de cuán hermoso había maquillado a varias quinceañeras contemporáneas mías.  Todas las jovencitas del colegio que me caían mal.  Claramente, por pura rebeldía adolescente pendeja puro orgullo, no me dejé echar ni un ápice de maquillaje.  

Mi papá hizo la torta.  El decorado era muy chistoso, con esa mezcla lista de Betty Crocker que venía en tarritos, hojuelas de maíz y uvas.  La comida la hizo mi amada Ova, la señora que me cuidó cuando era pequeña,  que me cantaba a mí y a las matas siempre (y miren na' má' como florecimos de bellas), y que, a pesar de un día haberme dejado metida en mi corral, afuera, en el patio, bajo el inclemente clima del bosque de niebla en que residíamos, yo amo con gran principalidad.  A ella y a su cazuela de pollo y multivariedades de cositas, que, precisamente, fue lo que cocinó ese día.  

Fueron mis primos, mis tíos, mis amigas, unos amigos de mi mamá y mi papá, y yo estaba feliz.  Estábamos en el comedor, mientras Jose ponía música, y hablábamos bobadas, como es menester siempre en las reuniones sociales.  Cuando de pronto, sonó un estruendo miedosísimo en la sala. Yo me asusté un poco, y no distinguía bien qué era, hasta que, afinando bien mis levemente hipoacusiosos oídos, logré distinguir las notas del Cumpleaños Feliz emitidas por una tuba. Fui hasta la sala, y no estaban las mecedoras de mimbre ni la mesa con los libros que Villegas Editores publica precisamente para decorar salas.  En su reemplazo, estaban los cuarenta integrantes de la Banda Municipal, y de la tuba, blanca, marca Júpiter, que con letra mayúscula sostenida tenía escrito AGUADAS en la parte superior de la campana, era de donde salían esos sonidos. 

No me acuerdo muy bien cuál fue el repertorio.  Seguramente muchas tropicalidades y alguna jazzada en arreglo para banda musical juvenil de pueblo.  Pero a quién le importa qué canciones fueron.  Lo siento por ustedes, quinceañeras a quienes les llevaron tríos, o cantante con sintetizador para el vals.  En mi serenata de quince hubo oboes, fliscornos, tubas, trombones, saxofones, piccolos, flautas, un bombo y una raspa.  Y porro (y gaita) a cascoporro.  Y nada de maquillaje.  Y mucho amor, mucho, tanto, tan reconcentrado y tan dulce como la Betty Crocker Rich and Creamy Chocolate Frosting.