noviembre 02, 2011

Gutapercha y Cavitrón

Gutapercha y Cavitrón

A  Ximena, Gustavo, Clarita y Pilar.

Mis papás son odontólogos.  Mi tía es odontóloga. La mamá de mi prima es odontóloga.  Todos de la bendita, alabada y adorada Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Colombia.  Siempre he estado rodeada de conos de gutapercha, piezas de mano y vasos Dappen. No es fácil vivir así. No lo es. 

Desde que tengo memoria, llegaban a mi casa las revistas con las portadas más terroríficas del universo: bocas putrefactas, dientes en caos absoluto, gente mueca por brotes inmundos, purulentos y espantosos. Al frente del baño, que siempre se deja abierto en casa por cuestiones de claustrofobia, están, sempiternos, los libros de Patología Oral , Cirugía Bucomaxilofacial y Placa Neuromiorrelajante.  Yo creo que no hay nada menos neuromiorrelajante que ver esos libros tan miedosos ahí, siempre.

Estos son los vasos Dappen. Y no, no son para servir shots.


Cuando era pequeña, los cuadernos de mis Barbies eran los taquitos de papel que se usan para preparar la resina.  Desde mi tierna infancia, las tuerquitas de mis aretes eran los tapones plásticos de las cárpulas de anestesia. Hipoalergénicos. Genial esa idea de mi mamá: desde esa época, ella incursionó en el mundo del reciclaje y la reutilización.  Los aretes pequeños, con su tuerquita de anestesia, se guardaban en los tarritos de vidrio de los conos de gutapercha.  Así estaban bien separados y clasificados. 

Los tarritos de los conos de gutapercha me han cautivado toda la vida.


A veces me estaba bañando tranquilamente, con agua bien caliente; cuando de pronto, sonaba algo raro, un chorro helado salía de la ducha y me congelaba del occipucio al sacro, pasando por el trapecio, y por allá gritaba mi papá “perdón, se saltaron los tacos, fue que prendí el compresor”.  Yo creo que por haber estado toda la vida oyendo el endemoniado sonido del compresor y de la fresa, tengo la hermosa facultad de dormirme en cualquier parte, con cualquier cantidad de bulla ambiental. 

Llegó 1993 y con ella la famosa Ley 100 de don Voldemort.  Crisis en el país, crisis en mi casa. El consultorio particular empezó a morir desde ese día, y ya tocaba ayudarle a mi mamá a llenar papeles y facturas y papelitos del consultorio del hospital, porque el tiempo no le alcanzaba: o atendía los dos mil pacientes que le exigían o llenaba los dos mil papeles que tenía que entregar.  La ley esa jodió a mis papás y a los profesionales de la salud en general, con los hermosos resultados que vemos ahora. 

Crecí un poquito más, y lo que se veía venir desde el principio se volvió realidad: había que ponerle brackets a la niña.  Imperdonable, la hija de los odontólogos con esa maloclusión.  Y claro, antes de ponerme los brackets el querido ortodoncista anunció que debían sacarme cuatro muelas.  Si ese hecho, por sí solo, ya es terrible, imagínense que el encargado de llevar a cabo esa espantosa sentencia sea su propia progenitora.  Devastador. Trágico.  Todavía tengo pesadillas con aquel funesto día en que me le arrodillaba a mi mamá, llorando, en la silla, que por favor no, que por favorcito no me las sacara.  No tuvo piedad.  Ahí se fueron mis cuatro cuatros (los dientes se reconocen por números:  la boca se divide en cuadrantes, como el plano cartesiano, y se empiezan a enumerar los dientes de adelante hacia atrás de la boca, así). En realidad el problema no es de ella, el problema es mío por ser tan miedosa y mala paciente.



Yo nunca quise estudiar odontología.  Siempre me pareció asqueroso eso de tener que meterle los dedos en la boca a la gente. Pero, oh ironías de la vida: terminé estudiando una carrera aún más asquerosa que esa, y heme aquí, toda una ingeniera sanitaria, que trabaja con lo que ustedes descomen.  Pero creo que, en realidad, por lo que nunca quise embarcarme en las lides dentisteriles, es que, y de eso estoy convencida, para ser odontólogo hay que tener alma de asesino en serie  y cierto gusto por la tortura (igual sucede con las manicuristas). A mí que no me digan que es normal que a uno le guste agarrar a la gente, acostarla en una silla, meterle chuzos en la boca, fresarle las muelas hasta llegar al nervio, y luego con un aparatico, echarle aire y agua al nervio ahí destapado. Ese instrumental tan miedoso, expuesto en la mesita, acabado de sacar del autoclave, y uno indefenso, acostado, con la boca abierta, con una lámpara que lo encandila y con el alma enferma de tanto padecer a causa del elevador y el tiranervios, solo pueden ser elementos para una película de terror. 

La prueba del delito!
Antes los acompañaba a los almacenes dentales a comprar sus multiproductos para arreglar dientes.  Ya no. Ya me mandan sola.  Me dicen por teléfono “y que no se te olviden los núcleos, el dycal y el acrílico autopolimerizante”.  Y lo peor es que yo ya sé qué es todo eso y en qué parte es mejor comprarlo. 

En estos días, mi mamá, tan bella ella, me dijo, sonriente:  vamos a probar en ti el Cavitrón.   Efectivamente, fue lo que pensé: el Cavitrón es el Transformer de la Higiene Dental.  Es un chucito que vibra, y con esas ondas le quita a uno la mugre ultrapegada de los dientes. Paulita, la higienista, me tuvo como una hora a punta de Cavitrón, exorcizando mis pobres dientes de la placa bacteriana, que para ellos (y para mis papás) es el mismo demonio.

En fin, a pesar de tenerle tanto miedo a las citas odontológicas y tanto fastidio a tan digna labor, tengo que agradecerle infinitamente por ser la patrocinadora de mi vida (eso sonó muy poético, qué vaina).  Le debo mi supervivencia a las asquerosidades internas de la gente: antes, por mis papás; ahora, por mi trabajo. Las historias que cuentan ellos de sus pacientes son tan insólitas y variopintas como las cosas que se encuentra uno en los caños de aguas negras de la ciudad.  Lo que nunca tendré, y me parece muy bonito, son las muestras de agradecimiento de la gente hacia mi mamá o las formas de pago tan extrañas que acuerda mi papá: a la casa han llegado bultos de papa, de naranja, de granadilla, de yuca y hasta oro así, en barritas como pago de una obturación o de una prótesis.

Pero lo más genial de tener dos papás odontólogos es que no reconocen a la gente por el nombre, o por donde viven, sino por sus peculiaridades dentarias.  Así, no es doña Graciela, la señora de la casita azul de la vuelta de la casa, sino “la señora del problema aquel en la extracción de los ochos”, ni Carolina, la compañera de la universidad, sino “tu amiga, la morenita, la del problemita de fluorosis en los incisivos”.
Yo creo que yo no soy la hija de ellos sino "la niña esta que vivía con nosotros y que tiene esa terrible maloclusión".  Lo bueno es que, a pesar de eso, me aman.  






13 comentarios:

  1. Me parece rebacano como escribís jajaja y sí, lo primero que pensé al ver la imagen de los vasos dappen fue "escribió algo sobre vasos para shots" jaja

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  2. Ajajajaja no había caido cuál Carolina era. XD
    Yo debo ser "la compañerita con el diastema horrible"
    Oficialmente amo a tus papás. :)

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  3. Caramba, no había leído su blog. Muy entretenido, muy bonita historia y muy buen humor.

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  4. Ya se que los vasos Dappen no son para servir shots (Pero quedarían bien). Pero pa que son?

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  5. Son como un mortero chiquitico para hacer amalgama, que es con lo que hacen las calzas de las muelitas.

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  6. Excelente este post. Muy charro y conmovedor

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  7. Hola Ana, me reí con este grito y me dio un poco de terror, tengo un miedo horrible a esas practicas que efectúan tus progenitores ... y justo esta semana me dan la noticia de que me van a arrancar mi primer diente de adulta, una cordal que me está jodiendo la vida... tengo tanto miedoooo, la moral es que no soy la única ni la primera, ahí estas a vos ....te sacaron 4 :P

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  8. Anis, muy, pero muy bacano como siempre. Recordé mucho cuando jugábamos con esos frasquitos coloridos que hasta hoy supe que se llamaban gutaperchas. Un abrazo mi Gigli

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  9. no recuerdo que me hubieran metido los dedos en la boca, pero estoy seguro de que si pusieron sus ideas en mi cabeza, que placer leer algo bien escrito sobre personas a las que uno ama, un abrazo.

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gritos vagabundos