marzo 03, 2013

Diez

Mientras más veo el mundo, mientras más hombres encuentro,
mientras más libros leo y mientras más preguntas respondo,
vuelvo con una convicción más profunda a los lugares donde nací
y donde jugué en mi infancia; cierro mi círculo como un pájaro 
que retorna a su nido. Tal es para mí el fin de todo viaje y sobre todo
el del más grande: la vuelta al hogar.
Chesterton, GK.


Fue un lunes en un bus de Expreso Sideral.  

Estaba tristísima, porque había pasado el fin de semana en casa de mis papás y debía regresar a Medellín, a la U, a esa caminada hasta el metro que me daba un desasosiego espantoso todos los días, a esa sensación de vacío infinito y de despertarse como colgado de la nada, para nada, sin sentido de nada. Esa sí era la desazón suprema (y no la de ese viejo reneguetas Fernando Vallejo).  Y de pronto pasó por la carretera Santiago Botero con un maillot fucsia, seguramente del Telekom.  Me dio una alegría pequeña y reconfortante.  No sé bien por qué fue, pero creo que tuvo que ver con algo que siempre he hecho, que es buscar como confirmaciones de mis asuntos en cosas pequeñas que veo o que me pasan. Coincidencias. Señales de la vida. Como sea.

Llegué, me bajé del bus en la estación Itagüí, me comí un pandebono en esas caseticas que hay debajo del metro por Mayorca, y me fui directo para la U porque tenía justo el tiempo para entrar al primer laboratorio de ese semestre.  Luego regresé temprano a la casa, prendí el radio, y sin dudarlo ni un momento, empecé a empacar todas mis cosas.  Solamente tenía unas bolsas transparentes y ahí fui poniendo todo.  Libros. Los patines. Un tiburón de plástico, rojo.  Mi ropa gigante y horrible de quien trata de esconder un embarnecimiento súbito.  Fotos.  Las ediciones de la revista de la Facultad en que aparecía mi nombre (como auxiliar, claramente). La Biología de Villée, junto con el Álgebra Lineal de Grossman y otras degeneraciones usuales que solamente publica McGraw-Hill.  Me sentía feliz, fuerte, tranquila. Yo creo que fue igual a cuando mi mamá, de pequeña, cuando estaba en el internado, esperó a mi abuela y a mi tío, que iban a visitarla ese fin de semana, con su colchoncito enrollado afuera, "porque no voy a volver donde esas monjas locas que lo hacen bañarse a uno con agua congelada en este frío a las cinco y media de la mañana".

Me recibieron unos días donde Patri, que vivía en la casa de Mon y Velarde con Echeverry.  Mi papá estaba un poco bravo conmigo, pero igual se vino para Medellín y entre los dos escogimos el piso para la casa nueva.  Perfecta para el camuflaje de la mugre, "porque yo no voy a barrer diario, papá, tú sabes que no".

Y listo.  Con mis bolsas transparentes, la neverita pequeña que me prestó Patri, una cama que me trajo mi papá, llegué a habitar esta casa.  La casa.  La de los tres. La casita, la covacha.  Es pequeña. Los acabados son feos.  Los muebles son de supermercado, menos el del comedor, que es herencia del vecino ruso de mi mamá.  Pero le entra un viento delicioso, especialmente por la ventana de mi habitación. Del balcón, puede uno, como pasatiempo, buscar las letras de Coltejer, que ya se camuflan entre las casas de Llanaditas.  De la otra ventana se ve el recorrido extremo de los Coonatra por Girardot.

Es una casa buena.  Amo que se note que acá vive gente, porque si hay algo que  deteste en el mundo son esas casas asépticas, que parecen apartamentos modelo, bonitas pero sin esa marca de la gente, casas que bien pudieran estar en cualquier parte o ser de cualquier persona. Es que ese es el asunto. Yo creo que quiero tanto esta casa porque pienso que se parece a mí.  Dos libros visajosos, maricadas de plástico, desorden, adornitos lindos, mañesadas, y residuos de mirella perennes en las juntas de las baldosas.  Tranquilidad.  Y adoro esa sensación de familiaridad que me da, de estar donde se debe estar, que es tan reconfortante.  Pensé en abandonarla hace poco, por otras fuentes de esa agradable y amorosa sensación. Pero la vida actúa de maneras misteriosas, que generalmente nos demoramos en comprender (si es que alguna vez lo hacemos) y por eso continúo acá, con las mismas imperfecciones y vainas chéveres de esta casa.  Quién diría que ya llevo diez años acá. Todo empezó el tres de marzo de 2003. 3-3-3. Fue eso, fue otra señal de la vida. Decidido. Libre como el viento y feliz. 

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